jueves, 3 de enero de 2013

La otra Cara del Espejo (relato corto)


AUTORA: ANA VALCARCE. 1º PREMIO CONSEJO SOCIAL DE LA UNIVERSIDAD DE CANTABRIA 1989


La otra cara del espejo

Capítulo primero

Se despertó aquella mañana, terriblemente cansado.
      Su madre, como de costumbre, le había mojado las galletas en la leche y cuidadosa se las iba dando una a una, limpiándole la baba a intervalos. Después le colocó frente a la ventana, como todos los días, y la caricia de una vez más rozó su mejilla.

¿Por qué habría tenido que hablarle así aquel muchacho que le paseó ayer?
Vio a su hermano cruzar la calle en dirección al colegio y reunirse con un grupo de amigos, todos con su cartera a la espalda. En múltiples ocasiones, había querido explorar el contenido de esas carteras. Sus dedos, agarrotados por la parálisis de nacimiento, siempre eran sorprendidos por algún miembro de la familia justo en el momento en que conseguía soltar la cerradura. Para él, aquellas carteras debían ocultar un tesoro, si no ¿cómo era posible que cada vez que se acercaba a la de su hermano le fuera arrebatada de inmediato? A veces vislumbraba, siempre a prudente distancia, un colorido de libros bajo el forro transparente, cuando Víctor volvía de la escuela y su madre le ordenaba hacer los deberes.

A través del cristal vagó su mirada recordando las palabras del chico de ayer. Era un muchacho de unos veinte años; se había presentado por la mañana, a recogerle. Lo curioso es que su madre no se sorprendió. Debían estar de acuerdo. Le tomó del brazo y le dijo que le llevaba a dar un paseo. Se levantó, nervioso de su diván de siempre. Esto le hizo tropezar. Era raro porque en casa nunca se caía. Sus piernas, tan agarrotadas como sus manos, intentaron en muecas parecidas a saltos bajar las cuatro escaleras que le separaban del portal. Una vez más, volvió a caer. Esperó en el suelo a que el chico nuevo le levantara. El Paseante no se movió. Sólo le preguntó si se había hecho daño. El le miró con sonrisa de tonto y le tendió la mano. El Paseante terminó de bajar y le esperó en el portal.

Sentado frente a la ventana se quedó dormido con su recuerdo arrebujado en el suelo, entre dos escaleras. Otra vez le asaltó el mismo sueño que le había amanecido tan cansado; se vio sentado en un pupitre, rodeado de niños que le miraban riéndose y tirándole gomas; entró una mujer que a él le pareció hermosa y, a una palmada, cada cual volvió a su sitio. La mujer comenzó la clase. Veía cómo movía sus labios pero, por más que se esforzaba, no podía oírla. Todos parecían muy callados menos la mujer, que seguía moviendo continuamente los labios. De pronto, ella desapareció y la clase volvió a la primitiva algarabía. Nuevamente sacapuntas y lápices le llovían encima. Intentó abrir la boca, decir algo, pero sólo le salió un graznido de su paralítica garganta. Asustados, los atacantes galoparon hacia el patio. Él se quedó solo, solo en un pupitre que por momentos se iba haciendo diminuto y le aprisionaba hasta hacerle daño.

Debió graznar de nuevo porque sintió la mano húmeda de su madre secando el sudor que le caía por la sien.

Este brusco despertar le aceleró las pulsaciones unos minutos, dejándole tremendamente abatido después. Los ojos de su madre le miraron con extrañeza; él nunca vio antes esa mirada, pero enseguida observó ese mover la cabeza resignada, mientras se alejaba.

El pequeño parquecillo que tenía enfrente comenzaba a llenarse de sillitas portadoras de bebés; señoras con la bolsa de l punto se acomodaban en los bancos de colores. Recordó que no hacía mucho, aquel parque había sido un montón de tierra a la que iba a parar toda la basura de la vecindad. El Ayuntamiento, en una operación de limpieza, había sembrado césped y plantado cuatro arbolillos que difícilmente se mantenían erguidos ante el ataque de la contaminación. Él sabía las horas, por la gente que frecuentaba el parque. En este momento eran las doce de la mañana. El sonido de la olla a presión le hizo sentir hambre. Se alegró pues pronto le darían de comer. Siempre comía un poco antes que el resto de la familia; no sabía muy bien por qué.

El chico que le sacó ayer, le invitó a un restaurante. ¡Qué mal se lo hizo pasar! No le daba la comida a la boca; simplemente le sonreía y le hablaba de ¡cuántas cosas! Le preguntó si era que no le gustaba el plato que le servían. ¡Vaya si le gustaba! Tenía un hambre atroz después de haber pasado la mañana en autobuses de acá para allá y, lo peor, tropezándose y cayéndose continuamente. Por lo visto, su madre no había puesto al chico al corriente. ¡Come, hombre! Le decía, que esta tarde te voy a presentar a unos amigos.

En el cristal se vio a sí mismo sonriendo, ridículamente. Recordó cómo había terminado el mantel del restaurante, la sopa salpicada por doquier. Se había cortado al partir la carne. Quiso tomar la servilleta para limpiarse la baba pero se le tropezó la mano y el plato bailó derramándose la salsa. ¡Qué vergüenza! Todos los comensales le miraban, nerviosos. Todos menos el muchacho Paseante que estaba tan tranquilo.

Bueno, al menos hoy, ya tenía a su madre que le colgaba el babero y le rodeaba de aromáticos trapos de cocina. Un mediodía más, uno de tantos, ella se preparaba para darle de comer. ¡Vaya por Dios! Lo que son las cosas, precisamente ahora que lo tiene todo resuelto, le viene a la memoria las palabras del  muchacho: «Amigo, tienes que hacer tú solo todo aquello que puedas hacer».

Arrastra la mano hacia la de su madre y le quita la cuchara. De nuevo aquella mirada pero ahora con una mezcla de sorpresa. Repentinamente esto le produce sosiego y le halaga. Sin embargo ella reacciona y se niega a que lo intente solo. Él insiste y le dice que, si no cede, no va a comer. Ahora se queda boquiabierta y le da la cuchara. Comienza la odisea. Primero, como una batalla, sus incontrolados movimientos repiten la escena del restaurante. La mujer no da crédito a sus ojos. El sobresalto no le deja ver la pocilga que se está formando.

Ha conseguido llegar al postre sin ayuda. Intenta quitarse el babero. No puede. No importa, tiene toda la tarde para hacerlo. Una vez que consigue ponerse en pié se le ocurre que podría llevar su plato a la cocina. ¡Esto si que ella no lo va a consentir…!

Observa cómo su cuerpo, repetidamente inquieto, se aleja por el pasillo, asiendo con fuerza un plato y un vaso. Sale detrás, corriendo, intentando salvar la vajilla. Pero, curiosamente, ésta llega sana y salva al fregadero.

De nuevo observa en ella esa nueva mirada, sorpresa, extrañeza, a él le halaga. ¡Cuánto le halaga esa mirada!

Hoy no tiene ganas de ver la televisión. Se siente aturdido y vuelve junto a la ventana. Recuerda cómo, avergonzado, reptaba junto a intruso, callejeando hasta llegar a una casa donde tuvo que tomar el ascensor. Era la primera vez que subía a un quinto piso. Le dio vértigo más por el temor a lo desconocido que por la altura. «Llama a la puerta mientras me ato el cordón del zapato», le había dicho el Paseante. El timbre emitía un quejido accionado por un dedo que no conseguía centrarse en el interruptor. Por fin una chica les abre y les saluda con un cómo estáis que a él le pareció ese nunca recibido abrazo.
El local estaba lleno de gente disfrazada y muchas sillas de ruedas. Tíos con miembros amputados, probablemente antes de nacer. Bailarines sin música como él. Y… ¡Chicas! Unas feas, las contrahechas, como él. Pero había otras muy bonitas, eran las chicas paseantes, como su muchacho. Se quedó embobado, mirando. Y de repente dejó de ver a su amigo ¿dónde se había metido? ¡Estaba solo! Los nervios hicieron danzar a su cuerpo vertiginosamente hasta que logró asirse al hombro de alguien. Le miró suplicante. ¿Qué tal? Le dijo el del hombro amigo, ven que te presento a la gente. Una chica de las bonitas, le trajo una coca-cola con ron y una pajita para beberla. Sintió calor en las mejillas y se chupó el labio inferior. No podía articular palabra, sólo conseguía sonreír, y sonrió hasta que le dolieron las mandíbulas. Música. Alguien bailó con él. Todos lo hacían. Debió caerse incontables veces, como muchos, otros danzaban con sus sillas de ruedas.
No encontraba al Paseante pero ya eso le traía sin cuidado.

Hoy en su sillón, la cabeza carente de alcohol, le daba vueltas. El caso es que lo pasó muy bien. Dijeron que pertenecían a una sociedad, o algo así, que ayudaba al disminuido. Pero ¡qué bonitas eran las chicas! Pasó la tarde entre el dulce algodón de los buenos recuerdos.
El Compañero le recogió a las nueve. Se despidieron en el portal. Subió solo los cuatros escalones. Esta vez no se cayó.



Capítulo Segundo

¡Venga, tío, que hoy nos vamos de excursión! El amigo Paseante que ya tenía nombre le vino a recoger en vespa. Él, se calzó la mochila y escuchó paciente las recomendaciones de su madre. La quería. A fin de cuentas, ella hizo lo que supo hacer por él. A veces no se sabe lo que se debe hacer. Sólo un cuerpo fuerte y un corazón tierno como el de su amigo, podía aguantar durante años sus pamplinas. ¡Años! ¡Cuantos habían pasado ya!  Ahora él sabía que la vida le llevaba la delantera, pero la alcanzaría.

Montó en la máquina y salieron a escape.

Sintió el viento húmedo en su cara y la fantasía de la velocidad le impregnó. Aunque pequeño monstruo en tierra, la moto borraba sus lesiones y allí, agarrado a la cintura de su amigo, volaba.

Ocho años había gastado en sacarse el graduado escolar. Su amigo insistente, empeñado en sus estudios, él intentándolo. Llevaba dieciséis de retraso cuando le conoció. «Llegarás a la Universidad como yo» le vaticinaba. Todavía recordaba la cara de bobo que puso cuando éste le confesó que le faltaba una pierna. ¡Increíble como se manejaba con la ortopédica! Él ni se había dado cuenta. Su amigo le reprendía entre risas,« pero ¿por qué te quedas así de alelado cuando ves a un minusválido? ¡Quién te crees que eres tú! Si casi no te tienes en pié». Su amigo hacía bromas de todo. Bromas con la vida, bromas de su pierna postiza, bromas del cerebro de él que no valía para regir sus músculos, y reía, siempre reía. Por lo visto le parecía muy gracioso que en la vida, sin comerlo ni beberlo, se naciera tan desigual. Le hacía reír de sí mismo. Le hacía  sentirse uno más entre los demás. Le hacía sentirse libre, sin barreras.  Sólo cuando se enfrentaba a un nuevo día, a las mismas cosas, comprendía que él nunca sería como los otros si no se convertía en un Superman.

A la vuelta de la excursión pasarían por casa de Libia. El corazón le latió con fuerza. ¡Cuánto la amaba! Hacía dos años que la quería y nunca se atrevió a decírselo. Libia era del grupo de las bonitas. Cada vez que se encontraba con ella, retrocedía en su aprendizaje, graznaba en lugar de hablar y se caía continuamente. Pero su corazón avanzaba, galopante.


Llegaron a un lugar que les pareció bonito. La moto guardó silencio dejando un humillo que les picó la nariz hasta que venció el aire de primavera. La hierba ya estaba alta y plagada de margaritas. Se comieron los bocadillos riendo y charlando animadamente.
El soporcillo de la sobremesa fue entrando en acción y, tumbados en el prado, cada uno dedicó un poco de su tiempo a dormitar o pensar. Se sentía bien. Completo. En estos casos, a él, le gustaba recordar. Retrocedió varios años, aquellos en los que había empezado asistir a clases de rehabilitación en el colegio- hospital de parapléjicos. Tuvo que hacer ejercicios de lenguaje para superar su deficiencia fónica. Este retraso ambiental había condicionado su vida. Clases de Educación General Básica por las tardes. El pánico que experimentaba cada vez que tenía que enfrentarse a una pizarra. Sus compañeros de curso, muchos más jóvenes que él, niños que le miraban a prudente distancia entre risas y mofas; risas que eran casi miedo. La soledad en el recreo. El tiempo y la rutina sustituyeron estas risas por un acercarse poco a poco. El paso de los años y los mismos compañeros transformaron en costumbre su presencia. Pasaron de la extrañeza a convertirle en corriente, y con ellos dio su primera patada a un balón, comió sus primeras pipas.
Sonreía pues los recuerdos de estos años le eran gratos a pesar de todo.

Su amigo le sacó de su pasado metiéndole una hierba por la nariz. Estornudó varias veces. « ¿Qué te pasa que te has quedado ensimismado?»

Se estiraron antes de ponerse en pié. Él siempre se sorprendía de la agilidad de su amigo. La pierna ortopédica no parecía molestarle en absoluto. Le había contado como la perdió. A los catorce años, haciendo atletismo se dio un golpe. Al cabo de unos meses comenzó a notar un bulto en la rodilla. En el verano se lo vio su familia. Un quiste sebáceo, fue el primer informe y se lo extirparon sin más. Pero el bulto volvió a su terquedad. Radiografías, análisis, estudios internos, molestias y más molestias dieron el veredicto final. Se trataba de un sarcoma y había que amputar. Su amigo no lo supo hasta después. Aún sin ella, sentía la pierna aquella mañana en el hospital. Sus padres fueron muy cariñosos, era duro aceptarlo. Esta fue la primera vez que vio una chispa de tristeza en los ojos de su amigo.

Dieron un largo paseo mientras se ocultaba el sol entre un bello atardecer. Él tenía que esforzarse en dominar la locura de sus músculos. Era un ejercicio más. Nunca lograría someterlos, pero siempre debía esforzarse. En  su persona habitaba una trinidad de seres paralelos que funcionaban desentonando. La comprensión de este misterio prepararía su mente para el mundo, aunque su cuerpo no lo estuviera. Porque eran todos en uno y uno en todos, y así crearía el hábito de sentirse como los demás.

De regreso a la ciudad, probó por primera vez lo que era una caída no provocada por él. La moto derrapó y ambos se fueron rodando por la calzada. ¡Qué sádica sensación la de caerse sin culpa! Era casi un placer. ¡Menudo trompazo! Comenzó a reír a carcajadas. ¡Cómo le dolía un brazo! Y seguía riendo sin parar!  Su amigo al verle, hizo un movimiento de cabeza que se parecía a los de su madre. Levantaron la vespa e intentaron ponerla en marcha. Unieron cables, soplaron tubos, estiraron guardabarros,…En definitiva, se engrasaron las manos para, al final, tener que volver a pié, y sin poder ya pasar por casa de Libia. Esa fue la única pena del día. Se acostó agotado y feliz, sintiéndose protagonista de su propia risa.


Capítulo tercero

« ¿Tienes plan para esta tarde?-, le había preguntado Víctor. Desde hacía algún tiempo, su hermano contaba con él. – Ponen una buena película. Podíamos ir juntos.
Víctor era tres años menor. Durante mucho tiempo, habían supuesto tres interminables años. Cien ignorados e infinitos años. Aquellos cuando, los días de sol, su madre bajaba con él al parquecillo y rogaba a Víctor que le cuidara. Éste, con una mezcla de compasión y vergüenza, fingía no conocerle demasiado ante los demás. Siempre había procurado no traer amigos a casa. No decía nada pero echaba en falta ese abrir y cerrar de puertas cuando los chicos del barrio se acompañan y algún bocadillo de media tarde se multiplica entre varias manos. Víctor siempre había sido prudente. Jamás se metió con él. Tampoco había disfrutado de una alegre pelea entre hermanos. Todo se sabía, todo se callaba. A veces, cuando creía que él dormitaba, observaba aquel alocado cuerpo. Sus ojos parecían meditar…quizá sobre aquella carga impuesta sin elección. Quizá…simplemente…en su hermano.
Después, cuando él se negó a comer solo y empezó a asistir al comedor familiar, Víctor vivió entre la sorpresa y una extraña esperanza. Su presencia se hizo costumbre. Pasaron del no conocerse al roce, del roce al interés y del interés al cariño.  Escuchaba sus mil anécdotas del día, escuchaba sus cosas. Mil preguntas, mil respuestas. La sobremesa que nunca había tenido era ahora un motivo de dejar quehaceres y escuchar. Su madre ya no movía la cabeza. Asistía atenta a sus coloquios y proyectos. La confianza logró discusiones. De éstas, las primeras peleas con Víctor, los posteriores apretones de manos. El déjame hoy tu camisa; el te llevaste mi chupa. El ayúdame a este problema. Y de repente, un día, se mezcló el quién cuidaba de quién. Por eso hoy que iban al cine, su madre le había dicho: ¡cuídame a tu hermano Víctor!

Iban juntos al Instituto. La vida que suele dar una de cal y otra de arena, le había concedido un cerebro que, aunque adormecido durante varios años, comenzaba a mostrarse mucho más ágil que el de su hermano. A pesar de la dificultad con el habla, sus sonidos ya eran inteligibles a nada que se pusiera un poco de interés. De los duros ejercicios de fonética a los que se había sometido, nacían sus frutos. Aunque no podía escribir, los exámenes orales le dieron seguridad en sí mismo; se había acostumbrado a hablar en público y el público se acostumbró a escucharle.

Solían tomar una caña en esas horas nunca perdidas entre clase y clase, donde los alumnos destensan sus músculos y desconectan, aunque no del todo,  haciendo comentarios de éste o de aquel profesor. Repiquetean materias que acaban de dar o que están próximas, unos con interés, los más, con una mueca de aburrimiento. Un vistazo al reloj y de nuevo a clase. Un día y otro, se iba convirtiendo en uno más, sobresalía de entre todos. Por las tardes, en casa, Víctor le pedía ayuda porque no le entraba la asignatura y él, con paciencia, se la volvía a explicar una, dos, tres veces… Por la noche, cansados, se tumbaban en la cama y, a veces, charlaban hasta la madrugada de todo aquello que no se habían dicho nunca. A Víctor le gustaba una chica. A él le gustaban muchas, casi todas. Pero sólo amaba a Libia.



Capítulo cuarto

Sonó el teléfono. Era una voz femenina.
Aquel día habló con su amigo de forma muy especial.

« Querido amigo, Qué gélido frío me inunda en estos momentos en que por fin he dado crédito a mis oídos. Rodeado de un tétrico silencio, me enfrento por primera vez en mi vida a eso que tú tantas veces me has repetido: tienes que hacer las cosas tú solo. Sabes que la ruta de mis primeros dieciséis años fue ir de la cama al saloncito y de éste al parquecillo. Aquellos en que vivía ignorando e ignorado del mundo exterior. Tú fuiste quien me obligó a levantarme. Quién prendió la primera vela en la oscuridad de mi noche. Me enseñaste a bailar en la ciudad mi propia danza. A serenarme entre las florecillas de un prado.

Convenciste a mis padres de que podía ser capaz de estudiar. Me presentaste a tus amigos que ahora son los míos.

Me acompañaste al colegio el primer día de clase.

Recuerdo como te rompías la cabeza para meter en la mía la raíz cuadrada. Me contagiaste tus risas y tus bromas y con ellas me obligaste a empezar a aceptarme como soy, una persona.
Contigo mantuve mis primeras conversaciones serias; mis primeras filosofadas sobre la vida. Juntos comenzamos la lucha por la integración. Tus brazos y tus piernas eran el cuerpo sereno que sustituían al mío tambaleante.
Conseguiste enseñarme lo que era esforzarme; sobre-esforzarme.
Ahora estamos todos aquí, tus amigos, cientos de seres incompletos llenos de borrones y tachaduras y yo recuerdo mi vida a tu lado como una película que parece haber comenzado hace siglos y que no tuviera final.

He crecido en medio de un zarzal y sus espinas estaban clavadas en mi corazón. Pasaste años sacándolas cuidadosamente para no hacer daño. Y ahora, que ya tenía el corazón limpio, me dejas solo para enfrentarme a un mundo que empieza a parecerme menos hostil.
Sé que aquel primer día que no me diste tu mano para levantarme de las escaleras, comenzaba una nueva etapa. Quizá hayas decidido que ahora comienza otra.
De todas formas, no creas que me será fácil olvidarte. Las heridas cicatrizan pero las cicatrices no desaparecen jamás.

Ya ves, amigo, algún día tenía que decirte todo esto.

Adiós, hasta siempre.»

La voz femenina le había comunicado que su amigó murió en un accidente esa mañana.


Capítulo quinto

¡No puedo seguir adelante! Me siento excesivamente cansado.

Abrumado por el primer contacto con la muerte, no se sentía capaz de vivir su incierto destino. Añoraba el silencio. El saloncito, su sillón.

Las noches y los días se sucedían interminables y él estaba, ya, encadenado a un engranaje que funcionaba sin detenerse. Él deseaba detenerse. Detener todo a su alrededor. Detenerse en el tiempo. Pero era demasiado tarde. El tic tac de su reloj le anunciaba el paso de las horas. Con ellas el paso de la vida. Y con ésta como compañera se encontró preparando su viaje a Bruselas. Tenía que dar una conferencia. No iba a ser excesivamente larga pero pretendía que derivara en coloquio, llegando, incluso, hasta lo conflictivo. Deseaba poner el dedo en la llaga. Sabía que él era el elegido por ser quien era: un paralítico cerebral que había dedicado media vida a convertirse en profesor de psicología.
En fin, otros no lo logra nunca, se dijo  mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

Empezaba a oírse el ruido de los motores.

Observó por  el pequeño círculo que hacía de ventana cómo la tierra iba quedando a sus pies. Él, mejor que nadie, sabía lo que era volar alto. Y le gustaba. Una meta detrás de otra y siempre más arriba.

Examinó de nuevo sus papeles; tendría que exhibirse una vez más, querían verle como un símbolo de integración. Del poder llegar a ser lo que uno quiere, a pesar de todo. Sin embargo, no estaba dispuesto a tranquilizar corazones. Él no era como los demás; ni siquiera como sus propios compañeros. ¡Cuántos no llegarían más que a seguir sentados en su silla de ruedas! El mundo estaba hecho de barreras y éstas son sus más temibles enemigos.

Una preciosa como todas las azafatas le ofreció una bebida. Tomó una cerveza y estuvo a punto de coger el periódico, pero no lo hizo. En realidad no iba a leerlo. Se acomodó en el sillón y cerró los ojos. Oía la voz de la preciosa azafata a su espalda, cada vez más lejana. ¡Qué misterio encerraría la feminidad!...Enamorado de muchas Libias con nombres diferentes, sabía gozar de sus encantos y temblar, aspirando ese cálido perfume que sugiere la posible presencia de una mujer amada. Había deseado como desean los hombres, y se enternecía ante una lágrima o una sonrisa. Sus brazos fuertes sentían el abrazo, el beso y su cuerpo podía vibrar ante el éxtasis de un orgasmo. Sabía hablar con dulzura, ser paciente y muy suave. Otras, el deseo le daba prisa, le convertía en un ser propio de su sexo pero no traspasaba jamás los límites de la dureza más allá de lo deseable. Él…, estaba enamorado…de una sexualidad soñada. Su cuerpo, todavía virgen, esperaba el momento de materializar, quizá algún día, la historia de un amor concreto. Ese que a muchos les sucede a menudo pero a otros no les ocurre casi nunca.



Capítulo Sexto

Aquel domingo amaneció lluvioso. Había dormido perfectamente y decidió tomar con calma la mañana. Se lo tenía merecido. Había trabajado duro últimamente. Dio una vuelta por la casa, aquella casa, en la que pasó su niñez y parte de su adolescencia. Recordó a su madre con ternura. Su hermano Víctor, casado ya, vivía dos manzanas más abajo. Todo estaba igual que siempre. Sentía ese calor de hogar después de haber pasado fuera largo tiempo.
Junto a la ventana aquel antiguo sillón. No se había movido ni una pulgada. Se acercó, cauteloso,  poco a poco fue esbozando una sonrisa para acabar riéndose a carcajadas. Se sentó en él, acomodó sus brazos como solía hacer y observó el parquecillo a través de la ventana. Los cuatro arbolillos conseguían crecer. Hoy no había nadie. Se mostraba solitario y gris. Únicamente se apreciaba una prenda infantil que quedó olvidada en un empapado banco de colores. En el nacimiento de un árbol, allí donde los perros suelen levantar la pata, una pelota por la que un niño estaría llorando, esperaba.

Casi sin darse cuenta comenzó a rebobinar su película, y, esbozando de nuevo esa particular sonrisa suya, se fue adormeciendo en el recuerdo, acurrucada en su sillón. Y comprendió que la tierra alberga a miles de seres deformes que no se atreven a mirarse en la cara transparente del espejo. A veces alguno es capaz de enfrentarse al suyo.

Y recordó…al muchacho paseante, su más íntimo amigo…; y entonces…ya no supo si el sueño era realidad o la realidad…un sueño.

Habían pasado muchos años.



Fin

2 comentarios:

  1. Mi apreciable Ana, me has dejado sorprendido con este tu escrito, veo que eres una excelente narradora, consigues que el que empieza a leer, no pare hasta el final. Me ha encantado... Mi felicitaciones por esos tus dones. Enorme abrazo.- José Antonio Loyola Romo de Vivar.

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    1. Estimado José Antonio agradezco tu comentario, especialmente por venir de un poeta.

      Seguiremos en contacto pues compartimos vocación literaria y voy a tener el privilegio de leer parte de tu obra que ya tienes publicada en tu web por cuyos lares he navegado.

      Un saludo afectuoso

      Ana

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